Oesterheld propone demonios portadores de banderas de dignidad y aprovecha para contar y aventurar, sin siquiera nombrarla, nuestra historia.
Nekrodamus, mundo visible, mundo invisible
Por Gabriel Fernández
Hay gotas de rocío que sensibilizan la piel.
El leve escalofrío que producen potencia las sensaciones y, como resultado, avispan el ánimo y abren las compuertas de una energía que transita el cuerpo y dinamiza la mente.
Es probable que esas percepciones hayan acompañado a Nekrodamus y Gor, los demonios justos de Héctor Germán Oesterheld durante sus tenebrosas andanzas nocturnas.
La escenografía de Lalia permite inferir un entorno denso, no apto para el aletargamiento. El amor y la ética conjugan la trama: las dos criaturas aberrantes transitan la vida y, casi sin desearlo (casi) deben confrontar con seres normales para detener las secuencias de maldades que emergen de su interior.
Hay un mundo, en Nekrodamus, un mundo visible, respetable, adecuado a las vicisitudes legales de la vida humana; un espacio soleado sobre el cual operan las personas claras. Su accionar destila interés mezquino, pequeños delitos cercanos, sutiles cobardías amparadas en formales denuncias.
Hay otro mundo, en Nekrodamus, un mundo invisible, en el cual las figuras oscuras llevan consigo una interioridad que apenas busca una emoción íntima, una reparación justa, un amor ideal. Esas figuras oscuras, el protagonista y su leal amigo, pelean y matan sin ahorrar vigor; serían estigmatizados por una cámara. Pero el enfoque lo hace el Maestro, entonces la realidad se filtra en una narración ostensiblemente fantasiosa, y el mirar de esos espíritus se escandaliza ante el bochorno cotidiano de quienes proclaman a gritos su ciudadanía, su don de gentes, su integración a un algo demasiado transparente.
Es el azoramiento de Nekrodamus, el dolor interno que provocan a Gor sus asomos al mundo humano, lo que impacta de la obra. Así como transformó mecánicos en héroes, indios en sociedades, Oesterheld propone demonios portadores de banderas de dignidad y aprovecha para contar y aventurar, sin siquiera nombrarla, nuestra historia. El despliegue de una concepción scalabriniana le permite revertir la visión institucionalizada y dar cuenta de sucios, malos y feos que entienden a golpe de vista, así como de pícaros que, en verdad, viven en la República de Otaria.
Curiosa filosofía criolla de trabajosa admisión en la Argentina, lugar de su nacimiento y despliegue. El pensamiento grone sigue sin carta de ciudadanía: propone demasiado, requiere emocionarse para entender.
¿A quién se le ocurre? Porque: ¿Quién es la bella que duerme?
Piense, lector.
A el la, Gor, el peor de todos, el personaje irrescatable por su deformidad, le entrega su amor incondicional y lucha por la defensa de un cuerpo que sólo puede revivir en lo etéreo, en la idea. Ni platonismo ni nada. Esa Mujer está allí. Hasta Nekrodamus, diablo nocturno, se ve obligado a jugar un rol secundario en ese punto; él es apuesto, de un modo tétrico tal vez, pero un linaje pretérito le impide llegar más lejos que acompañar fielmente la vigilia eterna de su compañero.
Porque Gor es su compañero, qué duda cabe, y sólo él, tullido entre tullidos, jorobado y con los ojos desquiciados, puede ama r por siempre a la muerta. Metáfora peronista que desanda otra vez, para siempre (pero de nuevo) las imágenes atrayentes de las transgresiones embellecidas por algún dato claro, admitido, con pasaporte hacia el mundo del Sol. Viva el harapo, señor, y la mesa sin mantel, tradujo el mejor de los artistas que se dedicaran a interpretar un mundo que, sin embargo, les resulta ajeno. (Barrio reo, cantó uno que la sabía lunga.) Es cierto: no hay mantel para estos andarines de la noche que proponen códigos borrosos a un mundo sin códigos.
Cuando Gor debe enfrentar a un adversario, quiebra su cuello con un golpe seco. Ni él ni su amigo pueden vencer las zonas claras, pero logran mantener a raya a quienes se adentran en las tinieblas. Las conclusiones emanan del lugar del narrador. Dependen de su posición; un poco menos, del prisma. Si brillar, mi amor, es galopar, si la gala posible implica pulverizar la silla del Luna, nunca nada estará perdido aunque los demonios salgan derrotados. Porque ¿quién se zambulle allí?, quién se anima a meter mano en esa zona del planeta en la que anidan nuevas formas de vida tortuosas, repulsivas y por lo tanto, autónomas. Nadie tiende la mano, en serio.
Yira, yira.
Las gotas de rocío sensibilizan la piel. Pero las heladas, amustian las plantas. Y ciertas nevadas, ni hablar. Uno no sabe porqué Oesterheld entendió el futuro. Personal y social.
Quizás no sea otra cosa que la famosa creación; el arte. Sí puede comprender, a su través, que el atisbo de los intensos mundos oscuros que pueblan aquí y allá nuestra Patria, bajo una autopista o en un poblado de chapa y cartón, laten conscientes au nque se los presuma inhumanos.
Sus seres semiocultos siguen la vigilia ante el cuerpo inanimado. Intuyen que el cuidado absurdo de una causa insostenible les brinda un horizonte propio. Y esperan un Juan (Salvo) que, cuando termine su desesperada búsqueda en el continuum espacio temporal reaparezca, Vuelva, para conducirlos a una genuina y profunda libertad berreta, donde los demonios tengan DNI.