Burgos

por Cacho Paoletti

"No sé si sigue preso. Burgos era tucumano. Pequeñito, delgado y negro. El uniforme de invierno de La Plata le sobraba por todos lados.

Cuando jugaba al ajedrez, sentado en los bancos helados, parecía que las piezas las movía su ancha manga: apenas si sacaba la puntita de los dedos.

Burgos era uno de tantos. No hablaba casi, escuchaba mucho. Uno de tantos. Cuando había que decidir cosas, Burgos no era de los primeros a consultar. Era de los del medio y tirando para abajo.

Una tarde, como tantas tardes, la requisa nos enquilombó las celdas.

Nadie, que no lo haya vivido, podrá saber que se sentía al entrar al cubículo puesto patas para arriba. Era una mezcla compleja de sensaciones, pero sentada encima de todas reinaba el odio, un odio espeso, negro y palpitante. Odio químicamente puro.

Una requisa como tantas. Pero hete aquí que Burgos -en el momento mismo que se estaba entrando a las celdas, que es cuando la yuta se pone más nerviosa, porque los presos están afuera y todo es posible en la dimensión desconocida- llama al oficial:

- Me robaron un chocolate

- ¿Un qué?

- Un chocolate.

- Entrá, negro hijo de puta.

Patada, candado. Una hora después, plac, se abre el pasaplatos:

-¿Usted es el que anda diciendo que lo han robado?.

Burgos mira hacia arriba. Un montón de solcitos en la camisa del oficial. Es un turro grande.

- Sí.

- De manera que usted se atreve a afirmar que aquí se roba a los presos.

El oficial hace tamborillear sus uñas sobre el acero de la puerta.

- Sí - Dice el negro y sabe que se está comprando un chancho grande como el Aconcagua.

- Muy bien. Ya tendrá noticias.

Plac. Se vuelve a cerrar el pasaplatos. Silencio de muerte en el pabellón. Casi todos escuchamos el diálogo. Estamos preocupados.

Por la mitad de lo que hizo Burgos se ha matado a patadas a compañeros.

Plac.

- Burgos, prepare el mono.

Ya está ¿Y ahora? Se lo llevan a Burgos a los chanchos.

Durante unos días no sabemos nada. Después, a través de esos inescrutables caminos de la cárcel, nos llega una posta:

- El negro se negó a firmar el parte.

Por no firmar el parte ha habido decena de fracturas, bazos estallantes, testículos atrofiados. ¡Ay, negrito, negrito! ¿Valía la pena tanto lío por un chocolate?

Diez días después Burgos vuelve al pabellón. Está todavía más delgado y, aunque parezca mentira, pálido. Agosto es duro en el chancho de La Plata. Confirma: no firmó el parte, porque decía "ofender a un oficial". Pidió que pusieran "por denunciar el robo de un chocolate por parte de la requisa del penal". Lo cagaron a patadas.

Supusimos que la historia había terminado allí, con grandes pérdidas para el campo popular. Pero los tucumanos tienen una idea distinta acerca de cuándo y cómo deben terminar las cosas. Al día siguiente Burgos pidió audiencia al director y le dijo que la requisa le había robado un chocolate. Esa misma tarde volvió a ingresar a los chanchos.

Se las voy a hacer corta. Durante dos meses Burgos estuvo entrando y saliendo de los chanchos y entrando y saliendo de los despachos del jefe del penal y del director, donde una y otra vez denunciaba el robo del chocolate.

Lo reventaron a trompadas, lo hicieron bañar con agua helada tres veces por día, lo amenazaron con fusilarlo y tirarle los pedazos a los perros. El negro escuchaba y no decía nada. Pero apenas llegaba de vuelta a la celda, con el mono todavía armado sobre la lápida de mármol que en La Plata se usa de cama, se ponía a escribir otro pedido de audiencia al director.

Y bien: les ganó. Un día vinieron todos juntos, en patota de lujo, abrieron la puerta de la celda y le pidieron por favor que se quedara tranquilo, que no volviera a pedir audiencia, que no los volviera locos.

Estaban todos: el directo, el subdirector, el jefe del penal, el oficial de pabellón.

El negro escuchó calladito, y cuando le pidieron su opinión, sólo dijo:

- Me tienen que devolver el chocolate.

Y le trajeron un chocolate. Y el negro lo llevó al patio y nos dio un

pedacito -del tamaño de una aspirina- a cada uno. Y nos morfamos el chocolate mientras mirábamos a la yuta con los mismos ojitos de la Gioconda.

El coraje siempre inspira respeto, y especialmente a los canallas. A mí me lo enseñó un tucumanito de apellido Burgos".